sábado, 13 de febrero de 2010

Manuscrito hallado en un CCH del año 2050

Manuscrito hallado en un CCH del año 2050

Por: Noé Agudo.

agudo54l@hotmail.com

Después de la azarosa etapa en que la educación media superior fue concentrada en un organismo único, y de las revueltas provocadas por la privatización emprendida por los gobiernos conservadores, una heterogénea coalición permitió que la UNAM recuperara parte de su bachillerato. En una caja cuidadosamente sellada se hallaron estas hojas amarillentas que, presumiblemente, formaban parte del archivo de un viejo profesor integrante de alguno de esos grupos irreductibles que resistieron hasta el final; no se sabe por qué no pudo destruirlas, como era su propósito.

Mis manos tiemblan al sostener estas hojas escritas hace tantos años. Un placer morboso me hace sacarlas de tanto en tanto. En ellas he anotado mis secretos, mis confesiones íntimas, los fracasos y lamentos que sólo al papel dignifica confiar. Hoy debo destruirlas, antes que el manotazo del destino se cebe en mi memoria y me haga olvidar quién soy y quién fui. Éstas que palpo ahora, por ejemplo, narran el fin de una historia condenada al fracaso. Yo mismo predije el ciclo que seguiría y así sucedió: cada paso se cumplió con la regularidad con que las hojas secas se consumen en una hoguera.

La experiencia consistió en querer armonizarme con los tiempos. La ciencia había logrado hazañas fabulosas en la segunda década de este siglo: la producción de vida in vitro, la modificación genética que permitiría prevenir y extirpar no sólo los padecimientos sino las imperfecciones que hacían lamentable la existencia humana, el conocimiento simultáneo de lo que ocurría en cualquier parte del planeta y la posibilidad cada vez más certera de que pudiéramos colonizar otros mundos. El siguiente paso fue considerar la vida como un don que podíamos alargar o reducir a nuestro antojo. Aquí fallé el cálculo.

La filosofía aún era un refugio para quienes, como yo, buscábamos en su ejercicio la ordenación de los sucesos vertiginosos con que la posmodernidad —término con el que bautizamos el desconcierto de aquellos años— nos envolvía. Después fue proscrita de las escuelas y su conocimiento se volvió una tarea de catacumbas. Habían desaparecido los límites que daban certeza a la moral, que delimitaban las edades, que definían las distancias, que clasificaban los valores, que hacían menos dolorosa la experiencia del amor. Para mí esto significó que todo era franqueable, incluidas las barreras de los años.

Así como hoy tiemblan mis manos nonagenarias al sostener estos papeles, sus pestañas temblaron ante el azoro que le causó mi pregunta. Teníamos apenas dos o tres meses de conocernos, pero era como si el destino nos hubiera juntado desde siempre. Su cabello olía a los mares donde nadé en mi infancia; contemplando sus ojos yo tenía la certeza de que todos los caminos que había recorrido fueron para llegar a ellos; en su voz encontraba el arrullo del viento traspasando las frondas, y su piel evocaba el mapa de mi destino, terso y frágil para adaptarse a la forma de la mujer que amara.

Sonrió cuando le propuse que viviéramos juntos, y si sus pestañas temblaron fue para mantener fija su mirada en el punto que miraba sobre la mesa, porque no quiso demostrar entusiasmo. Ella no entendía la posmodernidad sino que la vivía. Cuando conversábamos agotados, tiempo después, me dijo que ya sabía que se lo pediría, pero no imaginó que fuera tan pronto. Transitaba mi cincuentena así que no podía esperar mucho tiempo. Por eso debió afrontar con estoicismo el desconcierto y disgusto de sus padres, la mirada de reproche e insidia de las mujeres; la incredulidad y burla de los varones, para quienes ese mundo caótico e impredecible sólo era una amenaza a su seguridad, y desconocer los límites de la edad amenazaba sus certezas.

Fuimos heroicos y felices. Vimos cumplidos cada uno de nuestros anhelos como si se tratara de cumplir las predicciones de un antiguo oráculo. Atadas las inquietudes de mi alma, pude dedicarme serenamente a mi obra. Me sentía como un viejo guerrero que no había exigido nunca nada y que siempre se entregó sin reservas ni temor a sus tareas, y por eso la vida me recompensaba. Me sentía con derecho a ella y a esa niña que tanto se le parecía y que había equilibrado nuestra relación. Las miraba y recordaba la vida de mi maestro Marco Fabio, dos mil años atrás, que tuvo dos hermosos hijos con su joven esposa tan sólo para que la tragedia fuese mayor. El viento negro arrasó a los tres y condenó al viejo rétor a la contrición de quien quiso burlar el tiempo. Con vano terror me preguntaba cada noche por dónde podría venir el zarpazo fatal. Mi salud se mantenía invariable: sin sobresaltos, sin achaques, sólo un suave decaimiento que me había obligado a dormir a la hora en que las aves lo hacen.

Un día, viéndola danzar, vi cómo algunas gotas bajaban presurosas por sus senos hasta perderse en la ondulada concavidad de su vientre. Me quedé tan maravillado contemplando el desliz de esas perlas cristalinas sobre el cuerpo que tanto amaba, que no reparé cuando se acercó tambaleante para apoyarse en una silla. Creí que lo hacía tan sólo para tomar aire, así que volví los ojos a la delgada pantalla donde leía. Cuando cayó al piso consideré que iniciaba los ejercicios que regularmente hacía acostada. Transcurriría una hora, quizá menos, cuando decidí quitarme los aparatos para leer y dictar simultáneamente, y volví al ligero armazón de mis viejos lentes.

Lo primero que vi fue su figura recostada dorsalmente, los brazos levantados cual si simulara ponerse de puntillas. Me acerqué y tenía los ojos cerrados, parecía dormir, pero su rostro había adquirido una blancura espectral. Quise moverla y la hallé rígida. Llamé al médico, quien acudió tan sólo para confirmar que había muerto. Inexplicablemente. No pudimos burlar el tiempo. Había prolongado mi vida en vano para armonizar con la época en que la edad no contara y así fue: no contó en lo absoluto en el momento en que la naturaleza debió completar su ciclo. De tanto cuidarme para evitar el golpe, convertí mi cuerpo en este saco de carne y huesos secos. Jamás pensé que la muerte elegiría la flor llena de savia y vida. Ahora sobrevivo casi ciego, inválido, tratando de destruir las pruebas de esta historia que yo sabía condenada al fracaso, pero que me empeñé en modificar, tratando de que fuera distinta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario